No sé cómo amanece en Rúrachi, lo que sí se es que para llegar hay que atravesar un puente colgante. Son dos tramos, de unos 20 metros cada uno o eso creo porque nunca he sido demasiado buena para calcular distancias, pesos y edades. A la mitad hay una plataforma que da un descanso al movimiento pendular del caminante. Las tablas que componen el suelo son de madera y por supuesto la pasarela no está completa: faltan algunos pasos y otros están a punto de caer al caudaloso río que hay debajo; otros están arreglados de manera improvisada para dar una falsa sensación de seguridad sobre lo que pasa bajo los pies inseguros que dan un paso tras otro. Dicen que a veces el río está seco, que se pueden ver las piedras del fondo y que se puede cruzar sin necesidad de tener que subir al puente. Ahora el agua está turbia y se arremolina cada vez que choca contra las piedras que en otras ocasiones están expuestas al sol.
"No mires abajo que te puedes marear." No mires abajo que te puedes quedar atrapada en el rumor de las aguas y caer al vacío. Así que para evitar mirar y que el puente se mueva demasiado primero pasa Juanita hasta la plataforma de descanso, ataviada con su vestido rosa, una gorra que la cubre del sol y el portafolios en la mano que le queda libre para agarrarse a la barandilla. Me espera en el centro, no deja de mirarme y de animarme y cuando llego me pide que el segundo tramo lo atraviese yo primero. Casi lo prefiero: de una vez y sin pensar demasiado. La espero al final del puente entre vítores, sonrisas y palabras de ánimo. Este tipo de aventuras unen de manera inevitable a las personas.
Después de esto todavía caminaríamos un rato por el monte hasta llegar a la zona de trabajo. Nos dicen que desde ese lado nos vieron llegar y nos vieron dudar sobre si cruzar o no el puente. Los hombres están delante, las mujeres sonríen desde atrás. La reunión se hace debajo de una encina en rarámuri. Ellos hablan y ellas escuchan. Los trabajos avanzan bien. Después de eso, de unas cuantas fotografías e indicaciones regresamos al puente... pero antes sucedió algo maravilloso.
Miré a Juanita a los ojos y ella me miró a mí, y paramos a descansar aunque ninguna de las dos lo necesitaba. Buscamos el cobijo de los árboles, un par de piedras, el sonido del agua y hablamos. Hablamos durante más de media hora y nos encontramos en un lugar perdido y remoto de la Sierra Tarahumara como mujeres, comos compañeras, como aliadas. Hay sentimientos que son universales, poderosos, lugares comunes amparados por el alma: el amor, la felicidad, la tristeza, las sonrisas y las lágrimas, los abrazos, los miedos y las incertidumbres.
Desde ese momento establecimos un vínculo especial y personal y cada vez que nos hemos encontrado después nos hemos sonreído desde la complicidad que guardan los secretos y las confesiones personales. Ella necesitaba hablar, pero también necesitaba ser escuchada. Yo necesitaba sentirme menos sola y más acompañada. Otra prueba de que hasta en los lugares más remotos puedes encontrar personas maravillosas que te hagan más fácil el camino, que te den la confianza para dar el siguiente paso y que te animen a cruzar un puente que como la vida cuelga y se mueve.
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