viernes, 23 de noviembre de 2012

Historias de la Tarahumara (V): La pequeña historia de Don Javier

Camino de El Táscate en lo que parecía ser una noche cerrada, de pronto el sendero se ilumina. La luna como un gran foco se abre paso entre la nubes, los pinos y las encinas para advertir de dónde está la siguiente curva o desnivel. Lástima que esta noche las estrellas no son compañeras de viaje.

Cuando llegamos a la casa de madera somos nueves personas. Constantemente nos mandan a dormir a la parte de arriba a dos catres especialmente acomodados para la visita de los extranjeros. Toda la familia ocupa la sala, se acomodan en las banquetas alrededor de la mesa o en esteras cerca de la estufa metálica alimentada con madera. Todos hablan en rarámuri y se ríen. Rodrigo y ello estamos acostados y escuchamos las carcajadas desde el piso superior. Nos miramos y reímos también. Creemos que querían estar en familia, querían hablar de sus cosas y nos tener visitas ni ojos sorprendidos que miran sin comprender una sola palabra; creemos que también aprovechan para hablar de nosotros y nosotros aprovechamos para contar anécdotas del viaje y también pasar un rato "en familia" o al menos en la amistad que se ha consolidado en este viaje.

Don Javier ha muerto. Es la noticia que nos despierta en la llamada con una llamada de teléfono. El primer día que llegamos a Norogachi su esposa, y prima de Chiro, nos preparó la comida. Dijo que su marido estaba enfermo, ingresado en el hospital de las monjas; nos dijo que tenía neumonía y que estaba muy grave. sus hijos llegaron por la mañana. Dos días más tarde se oficia la misa de cuerpo presente en la Iglesia del Pilar. Su cuerpo será velado en casa y todo el pueblo lo acompañará hasta el cementerio caminando detrás del coche fúnebre. Don Javier era un hombre querido o al menos eso parece con los comentarios que se escuchan de él y la larga comitiva que camina en silencio tras el ataúd.

Nos cuentan que él decía que era el "hombre de las buenas y las malas noticias". Además de una pequeña tienda y de preparar comidas en la cocina de su casa, su esposa y él se encargaba del teléfono. Su casa era "la caseta". La cobertura telefónica es muy mala en la zona y no todo el mundo puede tener un móvil y a veces aunque se tenga es inservible. Así que a su casa llegaba la señal y todo el mundo le daba a sus familias su número de teléfono "para cualquier cosa". Así que Don Javier era el primero en recibir las noticias, buenas o malas, de casi todas las familias de la comunidad, y él caminando buscaba a la persona interesada y le contaba lo que había. Dicen que decía que había anunciado demasiados fallecimientos y pocos alumbramientos. 

Historias de la Tarahumara (IV): Puentes colgantes y miradas comunes

No sé cómo amanece en Rúrachi, lo que sí se es que para llegar hay que atravesar un puente colgante. Son dos tramos, de unos 20 metros cada uno o eso creo porque nunca he sido demasiado buena para calcular distancias, pesos y edades. A la mitad hay una plataforma que da un descanso al movimiento pendular del caminante. Las tablas que componen el suelo son de madera y por supuesto la pasarela no está completa: faltan algunos pasos y otros están a punto de caer al caudaloso río que hay debajo; otros están arreglados de manera improvisada para dar una falsa sensación de seguridad sobre lo que pasa bajo los pies inseguros que dan un paso tras otro. Dicen que a veces el río está seco, que se pueden ver las piedras del fondo y que se puede cruzar sin necesidad de tener que subir al puente. Ahora el agua está turbia y se arremolina cada vez que choca contra las piedras que en otras ocasiones están expuestas al sol.

"No mires abajo que te puedes marear." No mires abajo que te puedes quedar atrapada en el rumor de las aguas y caer al vacío. Así que para evitar mirar y que el puente se mueva demasiado primero pasa Juanita hasta la plataforma de descanso, ataviada con su vestido rosa, una gorra que la cubre del sol y el portafolios en la mano que le queda libre para agarrarse a la barandilla. Me espera en el centro, no deja de mirarme y de animarme y cuando llego me pide que el segundo tramo lo atraviese yo primero. Casi lo prefiero: de una vez y sin pensar demasiado. La espero al final del puente entre vítores, sonrisas y palabras de ánimo. Este tipo de aventuras unen de manera inevitable a las personas.

Después de esto todavía caminaríamos un rato por el monte hasta llegar a la zona de trabajo. Nos dicen que desde ese lado nos vieron llegar y nos vieron dudar sobre si cruzar o no el puente. Los hombres están delante, las mujeres sonríen desde atrás. La reunión se hace debajo de una encina en rarámuri. Ellos hablan y ellas escuchan. Los trabajos avanzan bien. Después de eso, de unas cuantas fotografías e indicaciones regresamos al puente... pero antes sucedió algo maravilloso.

Miré a Juanita a los ojos y ella me miró a mí, y paramos a descansar aunque ninguna de las dos lo necesitaba. Buscamos el cobijo de los árboles, un par de piedras, el sonido del agua y hablamos. Hablamos durante más de media hora y nos encontramos en un lugar perdido y remoto de la Sierra Tarahumara como mujeres, comos compañeras, como aliadas. Hay sentimientos que son universales, poderosos, lugares comunes amparados por el alma: el amor, la felicidad, la tristeza, las sonrisas y las lágrimas, los abrazos, los miedos y las incertidumbres.

Desde ese momento establecimos un vínculo especial y personal y cada vez que nos hemos encontrado después nos hemos sonreído desde la complicidad que guardan los secretos y las confesiones personales. Ella necesitaba hablar, pero también necesitaba ser escuchada. Yo necesitaba sentirme menos sola y más acompañada. Otra prueba de que hasta en los lugares más remotos puedes encontrar personas maravillosas que te hagan más fácil el camino, que te den la confianza para dar el siguiente paso y que te animen a cruzar un puente que como la vida cuelga y se mueve.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Nunca seré Galeano

Nunca seré Eduardo Galeano. Nunca llegaré a ser esa escritora y periodista de renombre a la que centenares de personas esperarán en un auditorio para aplaudir. Nunca alcanzaré la claridad en mis palabras para contarle al mundo las injusticias que cada día se cometen. Nunca llegaré a sus un altavoz tan firme de las y los oprimidos; nunca llegaré a conocer un continente y podré hablar de América Latina desde cada país y cada realidad. Nunca conoceré el exilio, aunque sí la migración. Nunca seré Galeano pero al menos he podido ir a una de sus conferencias, escuchar como si de un cuento se tratara el dolor y la angustia que sufren los trabajadores y trabajadoras en este mundo globalizado.

Era el cierre, el gran cierre, el discurso final para la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales organizada por CLACSO y la UNESCO. Eduardo Galeano, uruguayo, ciudadano del mundo causas políticas que le obligaron a exiliarse, periodista, escritor, investigador de realidades, observador de América Latina, luchador incansable, reivindicador de derechos derechos, denunciador de las injusticias. Una hora antes de que se iniciara el acto el auditorio estaba lleno, la fila para acceder llegaba hasta la recepción del hotel, al final se tuvieron que habilitar otras salas y transmitir en vivo el acto.

Galeano apareció entre aplausos y flashes de los fotógrafos, saludó, se llevó las manos a la cara abrumado por la ovación, colocó sus papeles, volvió a ponerse en pie y se sentó para iniciar un breve relato de poco más de veinte minutos sobre el trabajo, el desempleo, la angustia de las y los trabajadores en la actualidad, las luchas obreras, las injusticias empresariales, la crueldad del mercado.

Habló de que pronto "los derecho de los trabajadores serán materia de estudio para arqueólogos" si las cosas siguen igual, si los gobiernos amparan a los empresarios, transnacionales, etc., en vez de proteger esos derechos por los que tanto se ha luchado. Habló de la precariedad en el empleo, la explotación en las grandes fábricas, la angustia y la incertidumbre que viven las y los trabajadores ante el miedo de perder sus trabajos. Habló de las subcontratas, la mano de obra disciplinada y controlada a través de los sindicatos, "el dios del mercado", "la cárcel del miedo y la libertad que oprime". Habló de las políticas que nos obligan a trabajar el doble por la mitad de salario y a invertir el tiempo libre en el trabajo.

Nunca seré Galeano porque en este momento soy una trabajadora que vive con el miedo y la angustia al desempleo; que se ve forzada a pensar en tener 3 trabajos de medio tiempo en México para asegurar un año más con salario; que tiene miedo a aceptar un trabajo de 5 meses en España ante la incertidumbre de "qué pasará después". No trabajo en una fábrica, no sufro la explotación laboral de mineros, maquiladoras o albañiles. No tengo un trabajo precario que me impida llegar a fin de mes, pagar mis gastos o tener la nevera llena. Sin embargo, sí soy una trabajadora que se ha visto obligada a salir de su país para poder crecer y poner en práctica lo aprendido durante años de estudio; soy una trabajadora que se ve obligada a aceptar una bajada de sueldo y tiempo porque la crisis golpea; soy un ser humano que tomó la decisión de aprovechar una oportunidad laboral lejos de su casa y que vive con el miedo y la angustia de regresar porque las cosas no están bien, porque ver las noticias da miedo, porque no se ve una luz al final del túnel, porque lejos de que la situación mejore parece que todo va a ir a peor.

Nunca seré Eduardo Galeano, sin embargo he podido escuchar un cuento a través de su voz, le he podido ver emocionado, algo cansado, ligeramente enfermo, pero todavía con las ganas de decir lo que es injusto.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Por las que ya no están... Día de Muertos

Ofrenda en Bellas Artes
Todas las personas tenemos un ciclo inexorable desde el momento en el que damos nuestro primer aliento en el mundo. Las ciencias dirán que ese ciclo es nacer, crecer, desarrollarnos, reproducirnos y morir; pero lo cierto es que todo ese ciclo se convierte en algo importante en el momento en el que el viaje no lo hacemos solas: nacemos, recibimos el amor de nuestra madre y de nuestro padre, aprendemos a caminar, a caernos, aprendemos a besar, a querer, a abrazar. Conocemos a otras personas que también aman y sienten. Sufrimos, lloramos, nos caemos y nos volvemos a levantar. Sonreímos, nos enfadamos, gritamos, aplaudimos. Percibimos los colores, la música, el frío y el calor; nos sudan las manos, hacemos el amor, nos miramos a los ojos. Viajamos, conocemos otros sabores, nos bañamos en el mar, miramos las estrellas, nos mojamos con la lluvia y nos quemamos con el sol; probamos el alcohol y nos emborrachamos, aprendemos a leer y a escribir, nos comunicamos, nos acariciamos. Cocinamos, cuidamos una planta o dos, dejamos libros sin terminar y platos sucios. Nos emocionamos con una película, nos enfadamos con nuestra familia, nuestras amigas, con los compañeros de trabajo. Y en algún momento morimos...

Pero morir no significa olvidar, no significa desaparecer, porque nadie muere mientras se le recuerda, mientras se habla de esa persona, mientras se la tiene presente. Cuando una persona que queremos muere no deja de estar con nosotras, no deja de mirarnos desde una fotografía, permanecen sus consejos, las experiencias; permanece el amor que no nunca se marchita porque en algún momento amamos a esa persona.

Ofrenda completa
Si algo me ha regalado México es ver el Día de Muertos desde otra perspectiva. Poder recordar, poder hacer una ofrenda con la intención de que los muertos nos visiten, que por una noche vuelvan a abrazarnos, que por un día vuelvan a compartir la comida. En la ofrenda hay flores de cempasuchil (claveles chinos de color naranja) que inundan con su olor dulzón toda la sala, hay velas que alumbran el camino, están algunas de las cosas que a esa persona le gustaban, hay comida, hay agua, sal, incienso y recuerdos, hay calaveras que nos recuerdan lo que somos y lo que queda de nosotras.

A mi abuela Mari
Este año he decidido hacer mi propio altar, mi propia ofrenda dedicada a mi abuela materna, aunque en el fondo también está dedicada a mi abuela paterna y a mi abuela no biológica que fue la madre de Amparo. Se lo dedico a ellas porque su atención, sus cuidados y su cariño sé que me acompañan en cada paso, sé que estén donde estén me cuidan, me guían, me protegen para que todo vaya bien. Me dan las fuerzas que necesito en los momentos de bajón, me acompañan en los momentos de soledad, me ayudan a cruzar la calle, a seguir trabajando con pasión. Procuran que la distancia física que me separa de Madrid no sea tan dura. Me alientan, me arropan por las noches, me consuelan en los momentos de llanto. Y además de cuidar de mí, sé que cuidan de mi madre, de mi padre, de Javier y de Amparo; sé que a ellas y a ellos también les dan la fuerza que necesitan para soportar la distancia.

Junto a mis abuelas he vivido algunos de los momentos más felices de mi infancia. Junto a ellas viajé por primera vez en metro, construí castillos de arena en la playa, disfruté de la Navidad; junto a ellas, caminando de la mano, arreglando el mundo, compartiendo la vida, aprendí a crecer. Las echo de menos y me gustaría que pudieran verme a ahora, me gustaría poder verlas una vez más y saber que se sienten orgullosas de la persona que soy ahora, de las cosas que hago, de cómo me comporto, de cómo quiero, de las decisiones que tomo, del trabajo que hago.

En este Día de Muertos de 2012 donde tan lejos estoy de mi hogar hay niñ@s disfrazad@s que corren por mi escalera pidiendo dulces, hay catrinas que pasean por las calles, hay ofrendas en las iglesias y en los lugares públicos. En este Día de Muertos os quiero recordar sabiendo que no sólo os recuerdo hoy sino casi todos los días.